La Llaga Insomne (1967)

LA ARDILLA

a César Andrade y Cordero

Tenía la costumbre de visitarme por las mañanas.  Llegaba hasta el dormitorio que da a la terraza y desde ahí hacía señas como pidiéndome autorización para entrar a saludarme.  Yo la veía llegar confiada y en silencio.  Era puntal y alegre.  Mientras permanecía a mi lado trataba de hablar conmigo, pero no le nacían las palabras.  A veces yo comprendía todos sus gestos, el tamborear con la cola, la emoción de sus ojos y hasta los movimientos de sus patas pequeñas.

Pronto empecé a simpatizar con todos los actos de su vida serena, natural y abierta.  Se iba cuando quería y estaba de vuelta cuando menos lo imaginaba.  Nos entendíamos perfectamente.  Eramos muy parecidos en el carácter y las costumbres.  Nos gustaba mirar la sien de los edificios más altos, calcular la edad de los tejados y oir las voces de las campanas de la iglesia.

Frecuentemente ella se enteraba, por mi silencio, de mis problemas, de mis emociones más secretas y de los recuerdos amargos que a mí me hacían daño y a ella conmovían tanto.  Un día le dijo a Juan Fernando que cuando naciera lo llevaría a su casa.   Y desde entonces yo estuve rogando que mi hijo viniera pronto tan sólo para que fuera amigo de los hijos de la ardilla.

Hoy llegué de mal genio de la Universidad porque no aprobé una materia.  Los libros volaron a la esquina del cuarto junto con mis zapatos y la corbata.  Le comuniqué a la empleada que no iba a desayunar y que me despetara al mediodía.  A los pocos minutos yo dormía profundamente, quizás soñando en algún deseo irrealizable, sueño interrumpido por la presencia de la ardilla que subía hasta la cama su alegría de siempre.  Me hizo unas señas raras que no comprendí ni me causaron gracia.  Le dije que regresara otro día.  No me sentía bien y era conveniente hallarme solo.  No hizo caso.

De inmediato comenzó a golpear acompasadamente en la almohada.  Y esto aumentó mi mal genio.  Volví a insistir, pero no tuve éxito.  Fue entonces cuando me pareció estúpida su risa y los movimientos de su cola.  De un salto ahogué su risa, que se hacía diminuta entre mis dedos.  Luego sentí deseos de hundirle los ojos o arrojarla por la terraza.  Y ocurrió lo segundo.

Veinte metros abajo, desde el techo de una casa vecina, me seguía llamando a la alegría con la mirada de sus ojos muertos.

1967